
El año que aprendí que se podía ser mala
Tenía 7 años cuando aprendi que se podía ser mala. Antes de eso, me las pasaba más que nada en casa con mi familia nuclear y algunas amigas del jardín primero y el colegio después, protegida por la hermosa inocencia de la infancia.
Sería injusto decir que fue solamente un hecho el que me enseñó que se podía ser mala. Fue más bien una conjunción de episodios que, durante 1995, marcaron un quiebre en mi concepción del comportamiento de un ser humano. Entre el desarrollo de mi personalidad, intercambios con niñas más grandes que ya sabían ser malas, y los cuestionamientos típicos de la entrada a la segunda década de la vida, me topé con esta realidad que, de ahí en más, es objeto de un intenso ejercicio interno.
Esos episodios dieron vuelta mi mundo. En la superficie eran pequeños altercados infantiles, pero por dentro eran actitudes pasivo-agresivas que iban afectando diferentes partes fundamentales de mi personalidad o la de alguien más. En cuanto comencé a cuestionar al mundo que me rodeaba, exactamente a mis 7 años, se abrió frente a mi todo este nuevo orden social y fue con él que surgieron todas las preguntas para intentar comprender qué estaba pasando. Hoy sé que otro de los problemas fue que las respuestas a esas preguntas no me dieron las razones suficientes o lógicas para convencerme de que eso estaba bien, o que era normal. Me acuerdo de una anécdota como si hubiese sido ayer, cuando una niña más grande que yo se hizo pasar por peluquera profesional y comenzó a hacerle trenzas a todas las otras que estaban ahí, pero cuando me tocó el turno en la fila me dijo que se las iba a hacer a todas pero a mi no, porque según ella había un problema grave conmigo, mi pelo, y básicamente con mi existencia.
— Es que le gusta tanto tu pelo que dice que no le gusta.— me dijeron en su momento. ¿Pero cómo así? No tenía sentido.
Y así fue como aprendí que la respuesta residía en que, simplemente, se podía ser mala.
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Dicen que a partir de los 10 años las niñas ya toman conciencia de que tienen que empezar amoldarse al estereotipo que se espera de ellas. Pues antes de los 10, yo ya estaba manos a la obra.
Desde que aprendí que se podía ser mala fui entendiendo también otras actitudes, como ser envidiosa y sumisa. Empecé a notar con más frecuencia esas muestras de amistad dañina en el colegio donde pasaba así como ocho horas al día, y me daba cuenta de cómo esos ejemplos iban trasladándose al resto de mis relaciones.
En una ocasión, una de las más malas del curso invitó a todas las niñas a su cumpleaños menos a mí y decidió que el mejor plan para la tarde no era galletitas y juegos de mesa, sino llamarme durante toda la tarde para que atendiera, y así me cortaban. Me acuerdo de pensar quién le podría haber enseñado a ella que se podía ser mala, porque realmente le salía muy bien.
En ese tira y afloje entre lo que nos dicen que tenemos que ser y lo que en realidad somos, por mi parte, fui canalizando la bronca de la peor manera, viendo y aprendiendo las diferentes variedades de ser mala, y por qué no, aplicándolo de vez en cuando (a todos menos a los varones de la clase o los primos, obvio, pues ese es un bullying feroz solo de vuelta, no de ida.) Y con los años se fue convirtiendo todo en una imparable dinámica de maldad. ¡Pero qué belleza! ¡Todas lo estábamos haciendo!
Dicho eso, los años de cuestionamientos acumulados entrelazados con el ánimo de ser parte de algo llevaron rápidamente a un estado de profunda angustia y ansiedad. Me fulminaba reconocer que había sido mala o cómplice de maldad. Hasta que un día a mis 12 años, en un cumpleaños, una niña me frenó y me dijo:
—¿Sabés qué María del Carmen? Me estás molestando y ya no quiero jugar contigo.
Mi pequeño y frágil ser se petrificó. La miré pero no pude decir nada. Ella estaba parada frente a mi con ojos vidriosos, diciéndome con toda su rabia que estaba harta de mí. No me salió ni una palabra porque lo que estaba pasando por mi mente era que yo también estaba harta de mi. De hecho, por las noches me empezaba a pesar mucho abajo del cuello y me costaba dormir pensando en eso.
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Algunos años después, ya pisando la adolescencia, se volvió costumbre ser mala con dos o tres niñas. Ya no era a todas que había que torturar (eso era un avance) pero había dos o tres que por puro azar absorbían toda la maldad del curso. Las razones de la elección de la víctima podían ser varias, pero casi siempre se limitaban a algo físico, algo que tácitamente se había decidido criticar.
Y yo también era mala, hacía 5 años que lo había aprendido. El ciclo era siempre el mismo: ponía una cara cuando pasaba los portones del colegio, la cara que había aprendido que tenía que tener, era mala o dejaba a otros ser malos bajo mi mirada aprobatoria, después me iba a mi casa y la pasaba mal conmigo misma.
Pero en esta etapa también pasó algo que, así como el día que aprendí a ser mala, me mostró otra cara de la vida misma: la desesperación. Estaba caminando por uno de los pasillos del colegio cuando de repente entró a las corridas la madre de una de las niñas foco de las maldades y empezó a gritarle fuerte a una amiga mía. No me acuerdo sus palabras exactas pero me acuerdo de su cara. Parecía que los ojos se le iban a salir, estaban solamente sostenidos por lágrimas. Las manos estaban rojas y se movían para todas partes y los gestos transmitían perfectamente una tristeza enorme traducida en rabia de una madre completamente desesperada por su hija. Su súplica a mi amiga era que frenara, que no la torturara más. Si bien no me estaba hablando directamente, fue como si lo hubiese hecho. Sus palabras y gestos quedaron grabados con láser en mi memoria.
Casi 10 años después de graduarme, después de haberme ido del país y dejar gran parte del bagaje tóxico detrás, averigué dónde estaba y la fui a visitar para pedirle perdón por lo que me tocaba. Ella y su madre me invitaron a comer con la liviandad de alma que solamente personas elevadas pueden disfrutar, y entendí que ella no había aprendido nunca a ser mala. De hecho, nunca le había hecho falta ponerse en la fila para que le hicieran una trenza. Se las hacía sola.
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Cuando la angustia de mi adolescencia se volvió completamente insoportable se transformó en depresión. Los años se me hicieron estúpidamente pesados y ya no podía con los fantasmas que me había inventado para atacarme en silencio una y otra vez. En aquel instante, la única vía de escape que sentí que me podía salvar era irme de Uruguay.
Esta parte de mi vida está fuertemente marcada por la liberación casi total de aquellas dinámicas de poder femeninas montevideanas donde importaban cosas que, como comprobé, a nadie en el resto del mundo le importan. Cosas que no ayudan en nada en la lucha de desaprender la maldad.
De hecho, durante una de las oportunidades que volví a Montevideo a visitar a mi familia, me encontré en la calle con una chica que estaba un año más abajo que yo en el colegio. A diferencia de otro momento en que seguro la hubiera ignorado, nos quedamos charlando y poniéndonos al día, no porque fuéramos grandes amigas sino porque no costaba nada ser amable. Después nos despedimos y yo me fui a mi casa y ella a la suya. Tres días después vino una conocida y me dijo:
—Me dijo Lore* que te había visto y que hablaron un rato.
—¡Sí!— le dije— Una divina, toda la buena onda. Hablamos un poco de la vida y nos despedimos.
—Si, si, me dijo eso. También me dijo que te veía diferente, «mejor» diferente. Que bien por ti.
Y ese día confirmé que se podía desaprender a ser mala. Que una nueva perspectiva puede realmente hacer la diferencia entre una formación difícil y una adultez evolucionada. Y de nuevo, todo cambió.
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Hace ya algún tiempo vi un post en redes sociales de una chica de la burbuja en la que yo vivía que me llamó la atención, y confieso que fue eso lo que me impulsó a escribir este texto.
En el post en cuestión la chica subió fotos de varias de sus amigas con una descripción donde, de manera muy transparente y casual, admitía que en esas fotos habían amigas que a veces eran malas entre sí. Decía que se querían, que hacían cosas llenas de cariño la una por la otra, pero que a veces eran malas. En las fotos estaban contentas, pero reconocía que a veces simplemente, eran malas. Lo leí una y otra vez, el post decía «malas» textual, y pensé: ¡Joder! Decirlo en voz alta es el primer paso hacia la destrucción total de toda esta bola social maldita en la que nos vemos metidas incluso antes de aprender de qué se trata la menstruación. Es decir, antes de los diez años, cuando aprendemos a ser malas. Leer eso me resultó revolucionario, y mi sueño es que a alguna chica que esté leyendo esto, también.
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Pasaron muchas cosas de mis 20 a mis 30 años. Tantos cambios de locación en mi vida me ayudaron a conocer a mucha pero mucha gente, especialmente mujeres que, de una forma u otra, como yo, estaban desaprendiendo cosas que no querían cargar más. Mujeres que no querían ser malas, no querían ser envidiosas, no querían pelear, no querían hacer sufrir. No querían.
Conocí mujeres que estaban dispuestas a empezar de cero, a reprogramarse con reglas puestas por ellas mismas y sus colegas de viaje sanador, y todas ellas se volvieron una inspiración constante para mí. Afortunadamente, hoy puedo decir que en varios aspectos de nuestras vidas, en equipo, lo logramos, sin dejar de reconocer que los lapsus existen. La perfección es un objetivo inalcanzable, y más para nosotras que, a fin de cuentas, llevamos toda una vida viendo como existe una obsesión en enseñarnos a ser malas para después juzgarnos por malas, histéricas, traicioneras, brujas y víboras.
A grandes rasgos, hoy puedo decir con felicidad que veo a muchas más mujeres remando hacia la anti toxicidad, que no. Lo veo en mis sobrinas, lo veo en mis amigas, lo veo en las mujeres de generaciones más arriba que la mía. Son todas esas que, más allá del discurso de Whatsapp o la foto de Instagram, quieren y luchan incansablemente por desaprender y renacer. Son aquellas que dicen: «No más. No voy a ser esa que querés que sea solamente para que el día de mañana me culpes por ser lo que me dijiste que tenía que ser».
Siento que vivimos en una época traicionera y, sin embargo, estamos seguras de que podemos atravesar a pies descalzos este incendio que aviva a una sociedad que goza de nuestra falta de sororidad. Más que nunca, nos tengo una fe enorme.
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Cuando tenía 7 años aprendí a ser mala, y la que me enseñó a ser mala lo aprendió de alguien más. Hoy siento que si bien es inevitable no tropezar, no caer y errarle, igual hay cosas que erradicar para que las siguientes generaciones sean menos dolorosas, con otras y entre ellas. Como adultas, apuntar a ser la persona más orgullosa de una misma es la primer batalla para desterrar la maldad aprendida, y así darle a las adultas de mañana una razón más para crecer gozando de más amor propio y libertad de ser.
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Patilia
on 5 febrero 2021Wooow Iaia! Que buen post! Te felicito! No solo por el post en si, sino también por haberlo escrito y gracias por compartirlo. Creo que no hay nadie que no se sienta identificado en algún punto… y que buen proceso que hiciste… que sanador… eso es lo mejor! Yo hace poco (muuuuy poco y ya soy bastante grande) aprendí a no ser rencorosa y a perdonar…. siempre pienso que es una lastima que no lo aprendí antes porque desde que no soy rencorosa con el otro me siento tan bien! Antes era “xxxx no me llamó ni me saludo x wapp x mi cumple” y yo entonces hacía lo mismo. Y un día dije “porque tengo que ser o hacer lo mismo que el otro? Capaz que se olvidó… o capaz que no… pero yo me siento mejor si saludo igual”. Y ejemplos del estilo 1000… en fin… la parte que más me gustó: cuando fuiste a comer con la chica y su mamá. Que gran gesto tuviste. No cualquiera. clap clap clap por el post!!
Maria del Carmen Perrier
on 5 febrero 2021Mi cuñamiga, ¡gracias! De las cosas que más me gustan de contar esto es ver la repercusión interna que puede tener en el lector. Automáticamente uno viaja a su propia infancia y ve cosas que le hacen acordar… es inevitable. Algo que me encanta de esta edad es el despertar de esas anécdotas que contás vos. Son señales de empatía, madurez, y solidaridad con la vida que está llevando el otro. Te mando un beso grande y gracias por comentar!!!
Maria Beatriz Echavarren
on 5 febrero 2021Hola Ma del Carmen Me encanto lo que escribiste Pregunta esto lo lees solo tu?? Si es así después te cuento alguna cosa Ja ja ja Yo por suerte no fui a un colegio tan burbuja Pero sin dudas que alguna maldad hice jeees !!! Pero si te tuviera que decir algo creo que aprendi a ser rebelde antes que mala Tipo a los 13 años !!!Y fue en aumento!!! Después obvio me tranquilice Era de las que discute por las causas perdidas y las injusticias que esas me siguen brotando Solo que aprendi con quien discutir en el sentido de si vale la pena y en términos cordiales Sino huyo porque no vale la pena !!! Besos 😘
Maria del Carmen Perrier
on 5 febrero 2021¡Hola Baty! jajajaj si, queda publicado, pero me encantan tus cuentos!!!! Hay cosas que no pasan de moda, imaginate jajajjaaj Te mando un beso enorme y gracias por leer!!!!
Dala
on 6 febrero 2021Que cosa los vínculos.
La capacidad de acatar las reglas que unos impone por miedo.
La maldad de otra persona que repercute en cada uno. A veces y cada vez más afirmó que todo es cíclico y ningun sentimiento es final.
Es un viaje de vida transitar entre el camino ético sobre que es lo bueno y malo.
Yo hoy abrazo a mí niña mala;rebelde;temosa;envidiosa.
Siento que aprendimos tanto y valoro mucho más la energía femenina de esto siglo 21. Lucha compartida de amigas y hermanas.
Let everything happen to you
Beauty and terror
Just keep going
No feeling is final
Rainer Maria Rilke
Maria del Carmen Perrier
on 7 febrero 2021¡Me fascina esa cita final! No es la primera vez que algún amigo querido me la comparte, y también le tengo cariño por estar en la última escena de Jojo Rabbit 🙂
Voy a tomarte prestado el concepto de abrazar a la niña, y no tan niña también, porque sí creo que a veces le faltó un abrazo propio.
¡Te quieero dala de mi cuore! Gracias por tu ser, y por estar.
Jose Perrier
on 10 febrero 2021Hola Iaia, me encantó el post! Gracias por ser tanta inspiración para mi y para muchas, con cosas como estas me impulsas a ser mejor siempre y a seguir un buen camino hacia la generosidad y la comprension, y con muchos ejemplos mas tambien! Me fascinó ! 😘😄
Maria del Carmen Perrier
on 10 febrero 2021¡Mi ahijada divina!
Gracias por tu comentario, ¡qué alegría y emoción que te sientas así!!! Me llena de orgullo verte crecer con un alma tan buena, tan alejada de algunas cosas duras que pueden ser difícil de esquivar a tu edad, y tan empática como pocas personas que conozco. Yo aprendo igual de ti, que no te quede duda. Te quiero mucho y gracias por ser mi lectora favorita que lee mis posts 🙂